(Monólogo interior a partir de un párrafo de Chéjov)
Me hubiera gustado escuchar su voz y conversar con ella.
Me hubiera gustado mirar de cerca sus ojos profundos.
Me hubiera gustado decirle que bajara de su coche para caminar conmigo.
Pero al final se interpuso la convención.
Ese día debía ser enterrada y el paseo jamás sucedió.
Me resigné a la ausencia de mi madre como se espera de cualquier persona sensata. Nadie venció jamás a la muerte. Sospecho que tal vez los poetas. Pero yo no lo soy. Vivo en este mundo y no puedo bajarme de la calesita así como así. Tengo responsabilidades que me obligan a estar siempre presente.
Quizá por eso, de todas las veces que soñé con Lilia, las preguntas que jamás me contestó pero que invariablemente le postulé en cada uno de esos encuentros, hoy ya no me preocupan.
De un modo u otro las dudas acabaron por disiparse.
Aunque últimamente sucedió algo curioso. La impronta de mi madre se inscribió en mi imagen. Hace días he comenzado a notar en mí sus mismos gestos, esa flacura, ese entusiasmo afectado. ¡Si hasta el color de pelo le copié! Ya es oficial: me parezco a ella.
Quisiera contárselo. Ya no puedo. La distancia entre nosotras surgió mucho antes del desenlace que puso fin a su existencia. Por situar un momento exacto, puedo decir que fue el mismo día en que le anuncié que mi evatest había dado positivo y ella forzó una sonrisa, desvió la mirada e intentó ocultar una lágrima. Al rato me explicó que le habían encontrado una manchita en el pulmón. Que lo que tenía estaba por verse, no le habían dado un diagnóstico definitivo aún.
Qué ironía. Toda una vida esperando ser abuela. ¿Cómo se habrá sentido ese día? Nunca lo contestó aunque se lo pregunté más de una vez cuando me visitaba en mis sueños.
Logré borrar el dolor de los dos años siguientes gracias a unos ejercicios de desensibilización sistemática que hicimos con Cecilia. Yo tenía que cerrar los ojos, describir un recuerdo que me perturbaba y dejar fluir las imágenes junto con las sensaciones mientras ella me iba dando golpecitos en las manos. Solo se detenía cuando le informaba que la angustia había desaparecido. El procedimiento lo repetíamos para cada una de mis tristezas durante todo el tiempo que fuera necesario hasta que lograse llegar a una sensación, por lo menos, neutra.
Esas sesiones me ayudaron a sentirme mejor y sobreponerme lo necesario para poder funcionar en la vida. También probé con esa droga, la de la felicidad, la llaman. La fluoxetina liberó mi alma de los últimos vestigios de sombra que me paralizaban.
Pero definitivamente sanadora fue la arbitraria selección de recuerdos. Que la abuela Lilia me enseñó esta receta; que hoy me pongo este vestido setentero de mi mamá; que ¡cuidado con la bandeja de la abuela!; que Luli, cuando eras bebita te tuvo en sus brazos y te quería tanto; que Teo, aunque no llegó a conocerte seguro te mira desde el cielo y que ¿Te acordás Dami, cuando te llamaba Mi tesoro, te llevaba a los juegos de Patio Bullrich y te compraba todo?
También están el video y las fotos del día de mi casamiento; tan linda estaba con su peinado y su vestido de madrina.
En la fiesta nadie, casi, solo los muy íntimos, pudieron notar que su cuerpo había comenzado a extinguirse. Que la verdadera ceremonia, más que un feliz comienzo en mi nueva vida con Rubén, instauraba dos finales: el de mi ser hija y el de su ser.
Aun sabiéndolo, ambas bailamos, reímos y alzamos orgullosas nuestras copas de champagne.
Sospecho que esa noche revivió las ilusiones intactas de su boda. Parecía feliz. Hasta abrazó y besó a mi padre como si jamás lo hubiese odiado.
Lo cierto es que brindamos.
Crédito imagen: Isabel Isla Blum "Madre e hija"
Me encantó tu relato…
Gracias Guillita, por tu caricia
Muy lindo relato ¿Se puede preguntar si está basado en su historia personal?
Marimer
Gracias Marimer, sí, algo así, bastante autobiográfico y catártico, jaja.
Hermoso tu texto!